Era extraño que después de cinco reuniones, no hubiésemos hecho un menú de sopas de ajo, pero como “…nunca es tarde, si la dicha es buena…”[1] , este año le llegó el momento. Sin duda estas sopas son una de las recetas más humildes y famosas de la gastronomía española, las sopas de ajo o sopa Castellana eran imprescindibles en muchas zonas del campo español, el desayuno necesario antes de las duras faenas del día. Nuestras abuelas preparaban este plato tan natural, tradicional y reconfortante. Les bastaba con ajos “…no hay campana sin badajo, ni sopa buena sin ajo…”, pan, pimentón y agua, para que nos quedásemos embobados contemplando el fuego, había que ser un comistrajo[2] para que no te gustaran, sin tener en cuenta que en aquella época se pasaba un hambre de garabatillo.
El gran secreto de unas excelentes sopas de ajo, como de casi todos los platos castellanos, son la sencillez, la amabilidad en su preparación y la calidad de los productos, así que busquemos un pan castellano con buen migollo, preferible de trigo blanco, que al menos tenga de 3 a 4 días para que este coscorudo y se pueda filetear adecuadamente, yo no utilizo la cortea del pan, muchos dicen que puede estropear las sopas. No es aconsejable utilizar fabiola ya que la miga no es tan contundente.
Con un cuchillo de sierra, corta el pan en medias lunas finas, las rodajas de pan suelen ser de entre 5 a 7 mm para que la sopa espese al ablandarse el pan, reservamos este ingrediente principal y nos ponemos con el segundo. Pelamos y fileteamos los ajos “…los ajos, por Navidad, ni nacidos ni por sembrar…”, hay gente que dice que es necesario quitar el germen del ajo para evitar que repita, que sea indigesto o que resulte amargo, yo particularmente creo que todo ello es un mito sin ninguna base, así que utilizo todo el ajo, no es necesario que sean muy finos. El ajo debe hacerse notar, dar olor y también proporcionar la emulsión entre el agua y el aceite para que la sopa sea excelente.
[1] “Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.”
[2] Para conocer el significado de algunas de estas palabras en desuso, ver la tabla al final o consultar el libro de Carmen Diez Carrera “El habla de Frómista: Un punto en el camino de Santiago”. También el de Eugenio Renedo Prieto “Vocabulario de Frómista”.
Colocamos una cazuela grande de barro en un fuego de leña o en una bilbaína, quitando previamente la cernada, calentamos el aceite e introducimos el ajo. Salteamos hasta que comiencen a coger un color dorado, removemos con una cuchara de madera de manera envolvente hasta juntar bien los sabores. Cuando los ajos tengan un color miel tostado añadimos las rebanadas de pan duro y les damos unas vueltas removiéndolo bien mientras se tuesta un poco el pan.
Cuela encima un caldo de verduras, si eres un purista usa solo agua, cuanto más sabroso sea el caldo, mejor sabrán las sopas “…de buen caldo, buenas sopas…”, pero tampoco hay que pasarse para no quitar la idiosincrasia típica de las sopas, sazona y deja cocer, le va muy bien unas hojas de laurel en la cocción, que luego se retiran. Mezclamos bien el preparado y cuando el caldo está a punto de hervir, bajamos el fuego. El ajo no debe hervir, “…ajo hervido, ajo perdido…”.
El tiempo que debemos tener las sopas cociendo, al gusto, si las queremos más claritas o más espesas, a mí me van las claritas y a mi madre las espesas, aquí no podemos olvidar el viejo refrán “…sopas en sartén, son de marrana, pero saben bien…”, se pueden rematar en la hornacha para conseguir esa costra que le dan un sabor especial, podemos también adornarlas con un sofrito de jamón (panceta o tocino).
En una sartén ponemos aceite a calentar evitando el rescocho, la retiramos del fuego a tiempo, para que el pimentón no se queme y quede con un desagradable sabor, espolvoreamos el pimentón. En el sabor influye mucho la calidad del pimentón, el “de la Vera” es una muy buena opción, por supuesto dulce, aunque yo le añado una pizca de picante. El pimentón cumple una doble función, colorea de rojo el pan y además proporciona aroma. Esta operación la podemos hacer en cualquier momento, yo suelo hacerla a mitad de la cocción, por ir pasando el rato y así te entretienes también. Probad el caldo antes de añadir la sal.
Justo al final y cuando ya estén todos los comensales presentes, preparamos la guinda final, las almejas (este adorno lo aprendí de la madre de un buen amigo y el toque es definitivo). En una sartén con un generoso chorro de buen aceite, salteamos unos ajos, esta vez bien picaditos, un poco de perejil y añadimos las almejas, podemos añadir un vaso de vino blanco oloroso o un buen coñac, las marinamos al gusto hasta que estén todas abiertas. Si son buenas las almejas mejor y si son muchas todavía mejor. Cuando ya estén abiertas las añadimos a la marmita, con la cuchara de madera las incorporamos suavemente a la sopa, lo dejamos cocer unos diez minutos y servimos albando en unos cuencos de barro bien calientes.
Si no queremos añadir las almejas, podemos comerlas tal cual, pero yo aconsejo, romper unos huevos y echarlos a la sopa. Suelo añadir un huevo por comensal, pero depende de cada uno. Dejamos cuajar durante 2-3 minutos. Otra opción es la de separar las claras de las yemas y añadir sólo las claras a la sopa. La yema la ponemos después en cada cuenco, se cocina con el calor de la sopa. Cuando añadimos la sopa al cuenco la yema se mezcla con la sopa y queda deliciosa. El huevo quedará o bien en forma de huevo hilado o en trocitos escalfado. Se hacen muy rápidas y su elaboración es sencilla.
Empezaba la tertulia y el jolgorio al ver llegar los cuencos, de repente silencio, ya se sabe “…comer sopas y sorber, no puede ser…”. De segundo preparamos asadurilla obtenida cuando estazamos un lechazo y unas jijas sin dejar una gota de unte en el plato, de postre un bollo de jerejito. Por último, no hace falta decir que lo que diferencia unas sopas de ajo corrientes de unas sopas de ajo extraordinarias son los ingredientes: el aceite, el pan, los ajos, un buen pimentón de la Vera… marcan la diferencia.
No olvidemos que “…Siete virtudes tiene la sopa: es económica, el hambre quita, sed da poca, hace dormir, digerir, nunca enfada y pone la cara colorada…”, “…de las sopas y los amores, los primeros son los mejores…”.
En verano y antes de que estuvieran las sopas preparadas los chiguitos medio coritos, bajábamos escolingándonos por el arambol hasta el quicial de la puerta, siempre había algún zurullo que bajaba los banzos andando, buscábamos alguna cuadrilla para poder jugar al marro, a la luz, al tiroli, al pañuelo, o a pico lo zorro lo zaina, era genial porque siempre acababa arringlándose algún equipo, y si éramos pocos a la tanguilla, a la peonza o al hinque (pinche), las más de las veces en estos juegos quedábamos aprén.
Como en casi todos los pueblos de Tierra de Campos, las viñas fueron fundamentales, ya que el vino era el mejor aporte energético para las labores agrícolas (en algún caso junto al pan negro formaba el sopanvino, único alimento que consumían las gentes más humildes), ya lo decía Plinio el viejo en sus escritos “…In vino veritas, in aqua sanitas…”. En muchos de los contratos con agosteros se especificaba la cantidad de vino diario que debían recibir para realizar su trabajo (hasta una cuartilla diaria), en estos pueblos la clave estaba en: “…Casa en la que vivas, viña de la que bebas, y tierras cuantas veas y puedas…”.
En Frómista y según el catastro del “Marques de la Ensenada” (1.752), teníamos 2.976 aranzadas[3] de viñas de todas las calidades y si tenemos en cuenta que una aranzada tenía cuatro cuartas de vino y está compuesta de 100 cepas de 7 pies de marco, llegamos a la conclusión rápida y sencilla, que había 541,91 Hectáreas de viñedo (representando el 11,85% del término municipal), en esa época y según el mismo catastro, la producción media de una aranzada era de 10,89 cantaras de vino[4], esto es producíamos más de 523.000 litros de vino/año. En el pueblo teníamos 217 “vecinos” con inclusión de 24 viudas, consideradas estas, dos por un vecino, y si tenemos en cuenta que el comercio con el exterior del municipio era muy escaso, a cada vecino le correspondían 2.400 litros de vino al año, esto suponiendo que las viudas empinaran bien el codo, “…El que al mundo vino y no toma vino, ¿a qué vino?…”.
Ya no estamos en 1.752 el tiempo avanza, y la producción había aumentado considerablemente, gracias a mejores cuidados y a las nuevas plantaciones injertadas después de la temible “filoxera”, que en Palencia se cita, entro alrededor de 1.897. Los majuelos se plantaron en tierras pequeñas de apenas unas pocas heminas o como mucho una o dos obradas que no eran aptas para cereal, tierras en terreno pindio o que estaban al retestero, pero al final la calidad y cantidad de uva la daban los cuidados y sobre todo el clima “…Lluvia por San Juan, quita vino y no da pan…”, “…parra que no brota en abril, poco vino da al barril…”.
[3] Aranzada: RAE f. Medida agraria de superficie, equivalente en nuestra zona a 1.820,90 m2 y de valor variable en otras regiones.
[4] Cantara: RAE 3 m. Medida de vino, de diferente cabida según las varias regiones de España, equivalente a 16,136 litros.
Mi abuelo paterno, al que no conocí porque murió joven y al que apodaban Ruñañes, pasara lo que pasara empezaba a vendimiar, siempre a finales de septiembre “…por San Miguel, las uvas como la miel…”, era un hombre meticuloso, un gran conocedor y muy gustoso por las viñas. Me contaron que llegaba a coger, hasta 1.000 cantaras de vino, cantidad que me parece muy creíble, ya que herede su bodega y tenía dos bocoyes que median al menos 1,80 m de alto por 2,5 m de fondo, que da una capacidad superior a los 6.000 litros, añadido a él teníamos no menos de ocho pipas de 250 litros y otras carrales más pequeñas. Para vendimiar esa cantidad de vino, implicaba vendimiar casi 20.000 Kg de uva, los “majuelos” eran cosa suya.
En esos días después de encender el enroje, preparaba el burro con sus aguaderas, al que siempre acompañaba un chito, salía del cuartocarro de la casa y por los atrases del pueblo se encaminaba al majuelo al pago del Negrón, el nombre le venía porque en verano todas las tormentas cargadas de nubes negras entraban de esa dirección, lo recuerdo perfectamente, han cambiado tantas cosas, que ya no tenemos ni tormentas, a cualquier chiguito hoy le hablas del Negrón y te pone la misma cara, que si le estuvieras describiendo con todo detalle la función de Schrödinger de un “muon”, que cosas.
Cuando llegaba al majuelo hacía el escogido, seleccionando los mejores y más maduros racimos de las diferentes clases de uva. Las que mejor se conservaban eran el jerez y tempranillo. Al llegar a casa, las colgaba con un hilo del rabo de los racimos, o extendidas en el desván encima de un papel de periódico y con el menor contacto de luz (sin tanta alharaca ya habían inventado la “economía circular”). Se conservaban perfectamente hasta el mes de marzo y servía como postre dulce y afrutado para toda la familia, constituyendo el postre más común y barato de la dieta campesina, y riquísimo “…Pan, uvas y queso, saben a beso…”, los racimos que se iban quedando arrugados les dejaban para pasas “…la buena uva hace buena pasa…”.
Cuando las uvas empezaban a pintar (madurar), se consideraba que estaban en sazón y empezaba la vendimia, dependiendo del año se podía empezar un poco antes o después, aunque “…vendimia tarde y siembra presto, si no aciertas un año acertarás ciento…”. El inicio tenía un marcado carácter festivo, era una jornada de concordia y bromas hasta troncharse, aunque no hay que olvidar que se trataba de un trabajo duro. Se invitaba a familiares y amigos, que llegaban de zonas donde no se da este cultivo o aquellos que no tenían viñas, acudían encantados a participar en la faena y en las costumbres tradicionales que conllevaba. Los familiares y amigos que habían ayudado a la vendimia, se llevaban un buen regalo de esa uva escogida, volviendo para sus pueblos a veces cargados con ellas y cuidándolas con mucho esmero.
Antes de la vendimia, se llevaban los tarreros (“cuévanos”) a recalar al río para que el mimbre no se rompiera por estar demasiado seco, se preparaban y limpiaban tanto las bodegas, como los lagares. La vendimia estaba perfectamente organizada, cada individuo realizaba una tarea determinada dentro de una cuadrilla. Estas no tenían un número fijo, las había hasta de diez talegas (cada talega dos personas) y un sacatarreros por talega.
Por el camino hacia el majuelo, antes de la amanecida y sobrevolados por alguna bandada de pigazos se veían cuadrillas de hombres, mujeres y niños, de los carros siempre colgaba alguna herrada con el almuerzo y las herramientas. Todavía soñolientos pero alegres y dicharacheros, los chiguitos los más, siempre intentando encholar la pelota en algún árbol y las madres evitando que se dieran alguna pellejada. Empezaba la vendimia.
El cachicán organizaba todo y a cada talega le asignaba un lineo, uno por cada lado de la cepa. El vendimiador, con el lomo doblado buscaba entre las hojas el rabo del racimo con el filo del tranchete (navaja de punta curva), acunaba el racimo en la palma de su mano y cortaba; poco a poco, uno a uno iba colocando los racimos con mimo, sin chancarlos, en coloños. Cuando estos estaban llenos, se daba una voz, y servía para que se acercara el sacatarreros, se lo cargara al hombro y lo llevaba hasta los tarreros grandes que se acomodaban en el carro de mulas. Se paraba «a tomar las diez«, siempre había algún tolón al que engarlitaban para hacer algún lagarejo a las mozas. Continuaba la vendimia hasta que se oía la campana del «colegio de las monjas«, la una en punto, era la hora de la comida; a esa hora el descanso era de más tiempo, de postre alguna orejuela, peonillas de San Telmo o algún peruco y como no unos racimos “…Vendimiador que no come racimo, se lo bebe en vino…”, retomando la tarea hasta el atardecer.
En un carro se solían colocar entre 8 y 10 tarreros y un tarrero cargado pesaba entre 5 y 7 arrobas, así que en el mejor de los casos un carro llevaba hasta 700 Kg de uva, había que andarse con cuidado para no atestarse en días de lluvia. El majuelo tenía 400 cepas por aranzada, a razón de 10 cantaras de vino por aranzada, por tanto, en la época del Marques podían sacar hasta 965 litros de vino por hectárea. Cuando el carro estaba lleno, o bien a última hora de la tarde, se llevaba al lagar donde se descargaban con sumo cuidado, procurando que no escullara el mosto.
Aquellos que tenían un número importante de majuelos, solían tener además de la bodega un pequeño lagar para su uso “…quien tiene viñas y no lagar, a sus ojos ve el mal…”, también había la costumbre de construir un lagar comunal entre varios vecinos, en función del dinero que aportara cada uno, así tenía derecho a meter un número determinado de tarreros. La organización de las entregas y la recogida del mosto estaba perfectamente planificada para que nadie saliera perjudicado. Toda la uva que entraba se pesaba con la romana y era el arromanador quien tomaba nota de todo y luego lo clavaba en el husillo a vista de todo el mundo.
Los elementos básicos de un lagar eran la viga, la caja o pila, la pileta, la piedra y el husillo, la viga estaba anclada a la pared, aunque basculante, por una serie de piezas de madera que se denominaban cargadero, vernea, pastores y espadilla, para que la viga no oscilara había elementos intermedios de madera como las barrillas y el tentemozo y terminaba en la piedra con forma troncocónica, esta colgaba de la viga por el husillo sujeto a la viga por la pulpilla y la piedra por el prisionero, la piedra se levantaba girando el husillo con la palanca movida por dos hombres. Algunos lagares tenían un bocarón para echar la uva a la caja.
Por la noche, a la luz del carburo o del candil, los mismos vendimiadores se calzaban unas albarcas que protegían los pies para la primera pisada, espanzurrando las uvas, que daban el mejor mosto, siempre había algún abulto que pisaba las uvas con los pies descalzos para ofrecer aroma y sabor más natural al futuro caldo. La uva se colocaba en la caja con sumo cuidado, primero se acumulaba en los lados y se pisaba en el centro, se añadía capa a capa y se seguía pisando, cuando este proceso ya no era practico, se pasaba a formar el castillete.
Cuando la viga estaba en su parte más elevada, se sujetaba con el tentemozo, en la caja sobre la uva se colocaban unos tablones y encima de ellos unos pesados machones que, junto a los marranos iban haciendo forma de pirámide hasta llegar a hacer contacto con la viga, al último de los maderos, diferente del resto, se le llamaba señorita. En ese momento se quitaba el tentemozo y se levantaba la piedra, al principio esta bajaba rápidamente y había que repetir el proceso, hasta que los racimos eran estrujados y forzados a soltar hasta la última gota del preciado licor. En el fondo de la caja al final de la canaleta estaba el bocín, agujero por el que salía el mosto a la pililla. El primer mosto era el más anhelado por los chiguitos que esperaban impacientes con un mendrugo en la mano. También los hombres se pasaban el jarrillo para catarlo “…no hay tal cosa para quitarse los pesares, como el mosto de los lagares…”.
Una leyenda cuenta, que al mosto había que bautizarlo, con cubos de agua de las fuentes más cercanas al pueblo, como la de la Tejera, la fuente Colon o la de la Plaza, para que no dañara los estómagos de los trabajadores cuando el calor más aprieta, en las tareas de la recogida del cereal, o las labores de la era en verano.
Ver correr el mosto saliendo de la prensa para colarse en el tinillo era motivo de alegría. No había familia que se preciara, en el medio rural donde se cultivaba el viñedo, que no contara con una bodega excavada a pico en el subsuelo, fresca en verano, caliente en invierno, con escasa ventilación, temperatura constante y poca luminosidad, para favorecer la elaboración del buen vino. De la pileta se iba sacando el mosto para trasegarlo a la bodega y echarlo en cubas (de 80 a 500 cantaras), cubetas (de 20 a 60), bocoyes (40), pipas (25), carrales (20), barricas (14), cubillas (de 3 a 5), y garrafones (de 0,1 a 1), bien sujetas en el fondo de la bodega con los poínos a los dormideros.
Como en muchos otros pueblos de la comarca, en Frómista había una buena cantidad de bodegas (actualmente censadas más de 140), concentradas principalmente en tres zonas, en el Cementerio, en la Ronda de San Pedro y en el Castillo, esta última, la mayor, agrupándose a ambos lados de la calle quitapenas. Una de las más antiguas, datada en el siglo XV y heredera de la producción iniciada con los monjes benedictinos de San Martín y continuada después de la “desamortización de Mendizábal”, propiedad de un tío mío al que apodaban el botero y actualmente “bodega Zarzavilla”. Las bodegas están excavadas alrededor de las eras del pueblo donde se trillaba el cereal, el terreno formado por “margas” compuestas de arcillas y calcitas, era un terreno durísimo, compactado durante siglos por el trabajo de la trilla, como muestra de su dureza se aprecian las marcas de los picos en paredes y bóvedas.
Para trasegar el mosto a la bodega se usaba la “odrina o pellejo” que era una piel de cabra de unos 20 Kg de peso en vivo, para que el pellejo contuviera unas seis cantaras. Había que ser un matarife muy experto y hábil para desollar al animal “a pellejo cerrao”. Se curtía dándole la vuelta con el pelo hacia el interior, al contrario de las botas, y cosiendo sus patas, queda el cuello abierto que es por donde se llena. Sólo se cargaban hasta la mitad (no por razones de peso sino porque se adaptaba mejor a la espalda del portador).
La cantidad más usada para llevar en cada viaje era de tres cántaras, que se cargaba sobre los hombros y cuello, cerrando la salida del líquido con una mano que al soltarla introducía el mosto en la cuba. En el transporte debido a su posición con la cabeza baja y al abancar (paso largo) de su trote, su visibilidad frontal era escasa y como siempre había algún gracioso que trataba de amolarles el paso, solían colgar al cuello un chiflito para que no se les interrumpiese el paso.
Una vez trasegado todo el vino, en el lagar sólo quedaba el enorme pastel de rampojos (racimos sin uvas) destinados a la elaboración del orujo. En la zona teníamos la fábrica de aguardiente de Lantadilla. Terminado todo se lavaba muy bien el lagar y hasta el próximo año. Ahora no tocaba más que esperar a que el mosto fermentase y se hiciese vino.
Al mosto había que añadirle la madre; es decir, los hollejos separados del rampojo, pisados una vez y no prensados. Sólo así se conseguía que el mosto comenzara a cocer pasados unos días, más o menos ocho. En la bodega surgía el olor picante del tufo que se formaba durante la fermentación, a pesar del saitín era muy peligroso y se daba algún caso de accidentes mortales por temeridad o no tomar las precauciones necesarias. Una de las que aquí se tomaban era llevar una vela encendida delante, ¡atento a la llama!, que, si empieza a languidecer, te marcaba hasta donde podías llegar sin peligro, procurando no agacharte pues el dióxido de carbono (CO2), más pesado que el aire, tiende a ocupar los sitios más bajos.
Con los primeros hielos del invierno, empieza a cocer el vino y con la diferente densidad del ambiente, cae la madre, los hollejos y rampojos bajan al fondo de la carral, arrastrando posos y partículas, dejando el caldo claro y listo para la fecha de poner la espita. Acercándose el 30 de noviembre, para hacer caso al refrán “… por San Andrés, el vino nuevo, añejo es…”, era el momento de que se espitase la carral que se tenía para los días de fiesta y se empezaba a consumir el vino nuevo.
Algún año que faltaba maduración en la uva, tardaba algo más en perder ese sabor amargo que tiene el vino cuando no está bien fermentado. Las cubas se las probaba por el espitín, una espita pequeña situada por encima de la espita grande y era costumbre llevar a la bodega a los amigos para ver que les parecía el vino, “…al que va a la bodega, por vez se le cuenta, y el que no bebe, bobo va y bobo vuelve…”.
Mi abuelo se pasaba medio invierno podando, se daba unas buenas jabardas, ya lo decía el refrán “…pódame helando y no me podes llorando…”. Mientras las heladas blanquean los campos y los chupiteles colgaban del tejado en las mañanas del crudo invierno castellano, hay que podar la viña. Recogía los aperos de la cachapera y empezaba a cortar los largos sarmientos viejos, dejando los brazos o varas, uno para cada punto cardinal y en ellos se dejan dos yemas por brazo más «la ciega«, para posibles heladas, de donde saldrán los pámpanos que crecerán echando las hojas y frutos de la cosecha venidera, de la importancia de la poda da fe “…mi padre tiene una viña, que Ni la poda, Ni la cava, …Ni tampoco la vendimia…”.
Después de la poda hay que sarmentar para recoger los palos, para eso se llevaba siempre al pequeño de la casa, pero los manojos los hacia mi abuelo, era un artista había que tener habilidad para caponar bien un manojo y que durara todo el año para atender con ellos el hogar, el enroje, o para asar las chuletillas en verano.
Limpia ya la viña de palos, se escotorra, escabucha y alumbra dejando las cepas libres de yerbas, raicillas y tierra, ya entrada la primavera se arropan las cepas, para acollarlas, una vez que se han aireado y beneficiado de las lluvias de abril y mayo. Así, tras los cuidados más normales de escarda, abonado y azufrado, en primavera y verano, se llega nuevamente al otoño y vuelve la vendimia… La rueda sigue… y no olvides “…antes de casar, ten casa en que morar, tierras en que labrar y viñas que podar…”.
Después de la concentración parcelaria a finales de los 60, los pocos majuelos que quedaron fueron levantados o abandonados hasta el punto, que diez años después no había ni un solo majuelo en el pueblo. Hace unos años, se empezó a recuperar la plantación de nuevos majuelos, algunos con técnicas modernas de espaldera y variedades bien adaptadas a la zona, otros al modo tradicional de vaso, en ninguno de los casos con intención comercial, sino para su entretenimiento y disfrute. También está la citada bodega Zarzavilla que, aunque traía la uva de la zona de Ribera de Duero, toda la elaboración se hacía en ella.
Y después de todo esto “…de vendimia a Navidad, todo es coser y cantar…”.